Cuando abrí los ojos, ya se asomaba el sol por el horizonte. Bajé la mirada hasta mi mano y vi la botella de whisky, casi vacía. La piedra deformada se clavaba en mi espalda. Me levanté con cuidado, todavía quizás un poco atemorizado por los gritos de anoche. Fui andando poco a poco hacia la salida, saludando de pasada al segundo vigilante.
Andaba a trompicones, quizás porque me acababa de levantar o porque los efectos del alcohol seguían haciendo mella en mí.
Llegué a la cuidad, un mundo tan distinto del que estaba acostumbrado en el cementerio, que los sonidos se me hacían más altos y los colores más vivos.
Llegué a un paso de cebra y, mientras lo cruzaba, un vehículo a gran velocidad me arrolló. Oí gritos de personas y sentí cómo la sangre caía de mi cabeza, trazando una línea hasta mi labio inferior y, pausadamente, fui cerrando los ojos mientras lo último que veía era personas acercándose preocupadamente a mí.
Abro los ojos, pero aún así sólo veo oscuridad. Oígo el tintineo de unas gotas al caer, con un ritmo casi hipnótico ¿Dónde estoy? Toco a ciegas lo que está a mi alrededor; debajo de mí, una tela fina; a mis costados y encima de mí, madera.
Noto la humedad en el ambiente, esa humedad a la que me he acostumbrado, la humedad del cementerio. Comienzo a hiperventilar y a sudar. Entonces, lo comprendo: me han enterrado. Vivo. Bajo tierra. Poco a poco empiezo a emitir un grito, hasta que llega a ser una llamada de auxilio y empiezo a sacudir todo lo que se encuentra en mi camino.
Golpeo con los puños, con los pies e incluso con la cabeza. Lo intento todo para salir de aquí. Paro un momento y escucho a otros, que, como yo, desesperados, gritan y gritan sin parar.¿Hay alguien ahí? Pero no contesta nadie. Así que empiezo otra vez a golpear y a gritar hasta que...
No hay comentarios:
Publicar un comentario